No todo en Bolivia es perfecto o digno de reconocer, si bien existen avances en aspectos estructurales de la economía y la política en el país, la situación es otra cuando se empieza a excavar en esferas más profundas, en sectores específicos que no encuentran el cambio que la gran parte de los bolivianos sentimos. Un ejemplo de ello son las cárceles del país, espacios que deberían estar destinados a la reinserción social, más que a un purgatorio.
El hacinamiento, el autocontrol y la delincuencia aún siguen latentes al interior de las cárceles, no por nada salen a luz ajustes de cuentas, peleas y asesinatos al interior de estos recintos. La situación se agrava más cuando se ve que no sólo los detenidos o condenados deben atravesar por estas circunstancias, sino también sus hijos que, lamentablemente, deben crecer en un espacio que limita su locomoción, pero sobre todo su mente.
Así se vive en la cárcel de mujeres de Obrajes de La Paz. Madres y sus niños se encuentran cumpliendo penas o castigos que, por la desastrosa justicia, no se conoce si realmente merecen estar ahí. El debate se ahonda más cuando se enlaza la situación que atraviesan estas mujeres privadas de libertad con el sistema machista en Bolivia. Mujeres encerradas por una justicia patriarcal, por un sistema que las condena sin considerar la situación de vulnerabilidad en la que se encuentran ante a los hombres, procesos que se sustentan en los hechos y no en las razones de éstos, en fin, son variables que inciden con mayor proporción y que deben ser motivo de reflexión en diferentes esferas del Estado.
Estas conclusiones y muchas otras que pueden extraerse son producto del trabajo que vienen realizando instituciones dedicadas a mejorar o cuando menos exigir mejores condiciones para las privadas y los privados de libertad. La prensa tiene mucho que ver en ello, porque son ellos el puente que traslada esta realidad al camino de la gente.
Es oportuno destacar en ese sentido una crónica elaborada por la Agencia de Noticias Fides (ANF) donde se ve la profunda crisis en la que está sumida el sistema carcelario. “Crónica Madres tras las rejas: ¿Cómo se vive la maternidad en prisión?”, es un trabajo de la periodista Isabel Gracia que refleja la realidad de las mujeres privadas de libertad en la cárcel de Obrajes.
Es un trabajo digno de destacar, porque más allá de abordar superficialmente lo que es un secreto a voces, se puede constatar de manera fehaciente los problemas urgentes por resolver en los penales. Considero el trabajo como un aporte para la sensibilización de la gente, pero sobre para llamar la atención a las autoridades correspondientes que deben iniciar una reforma para cambiar estas condiciones. Como dije al principio, no se trata de hacer de estas cárceles un mero purgatorio, sino un hogar de transformación, donde viven seres humanos con problemas similares a los que existen en cualquier otro lado.
A continuación rescato el trabajo realizado por la periodista Isabel Gracia y les motivo a que puedan leerlo y analizarlo, porque existe mucha tela por cortar en los aspectos de fondo de este sensible tema y que merecen ser comentados en diferentes espacios y medios de comunicación para motivar a un cambio de actitud personal y social.
Crónica Madres tras las rejas: ¿Cómo se vive la maternidad en prisión?
El día que Amalia entró en la cárcel de mujeres de Obrajes pasó la noche en vela, pensando en sus cinco hijos –la mayor tenía 15 años y el menor no llegaba a tres–. «¿Dónde estarán, qué habrán cenado, tendrán frío?”, se preguntaba. Hacía tiempo que había tomado la decisión de separarse de su marido, hastiada de soportar sus malos tratos. Ella ejercía como padre y madre de los menores.
A la mañana siguiente sus pequeños aparecieron en la puerta del penal. «No tenemos ni para desayuno mami”, susurró uno de ellos mientras miraba el recinto con asombro. «Se me vino el mundo encima”, recuerda ella.
Desde ese día, sus hijos menores malvivieron a su lado, dentro del penal, durante cuatro eternos años. La mayor, por ser adolescente, tuvo que hacerse adulta lejos de su madre, luchando por huir de los riesgos de la calle y buscando día tras día su propio sustento.
La lucha de Amalia se abocó a hacerles a sus hijos la estancia en prisión un poco más fácil. Se enfrentó a las otras internas cuando insultaban al tercero de sus hijos que padecía una discapacidad; trabajó a destajo en la lavandería del penal para poder alquilar un toldo -una casa fabricada por las presas con ladrillo y calamina que cuesta alrededor de 6.000 bolivianos y a la que se accede cuando una reclusa sale en libertad y la vende-; y juró y perjuró no volver a delinquir para que sus pequeños pudieran cerrar las cicatrices que deja la privación de libertad, el hacinamiento y la violencia.
Según los últimos datos de la Defensoría del Pueblo, en enero de 2013 había 1.856 mujeres privadas de libertad en las cárceles bolivianas, un 13 por ciento de la población reclusa. El 76 por ciento se encuentran en detención preventiva por ser sospechosas de haber cometido algún delito y sólo el 24 por ciento tiene sentencia, según un informe del Periódico Digital de investigación sobre Bolivia PIEB.
La mayoría son madres, un rol que no abandonan por el hecho de atravesar el portón que separa la libertad de la condena. Es más, su maternidad se engrandece al estar ante una situación límite, como cuando una leona protege a sus cachorros de la adversidad.
La Defensoría del Pueblo estima que en las cárceles del país viven más de 1.500 menores dentro de las cárceles acompañando a sus padres y madres.
«Incluso muchas dan a luz mientras están en prisión”, apunta Susana Saavedra de la Fundación Construir. «La ley establece como última opción la detención preventiva para mujeres embarazadas, pero esto no se cumple. Nosotros hemos visto bastantes mujeres en ese estado dentro de los penales”, explica.
Jefas de hogar
Antes que caiga la noche en la ciudad de La Paz y las policías del penal de Miraflores la recluyan en su habitación, Andrea se las ingenia para comprar algo de comida en el patio de la cárcel y esconderlo bajo su ropa.
«No nos permiten introducir alimentos en las habitaciones, pero mis hijitos están de hambre en las noches y tengo que darles algo”, comenta.
Andrea es corpulenta y tiene los cachetes sonrojados. Sus ojos brillan cuando habla de los tres hijos que viven a su lado y del pequeño de tres años que tuvo que dejar con su hermana de 17 porque no podía mantenerlo.
«Soy inocente, no es justo que mis hijos tengan que pagar por algo que ni siquiera hice”, explica, mientras baja la voz y dirige su mirada a través de una ventana que tiene los cristales rotos.
El último censo arrojó casi un millón de mujeres que ejercen el rol de jefas de hogar en el país. En muchos casos el abandono de sus parejas y la necesidad de mantener a sus hijos hace que muchas de ellas encuentren una salida en el negocio de la droga como mulas o transportadoras de pequeñas cantidades.
En las prisiones bolivianas el 56% de las privadas de libertad lo están por delitos de narcotráfico. Amalia es una de tantas micro-vendedoras de droga que copan las cárceles de Bolivia.
Su adicción, que comenzó desde muy joven, y la necesidad de comprar los medicamentos que necesitaba su hijo hicieron de ella una presa fácil de las redes del narcotráfico. «No sabía que más hacer para conseguir dinero”, cuenta desesperada.
Dentro de los penales las madres siguen ejerciendo el rol de jefas de hogar para garantizar el sustento que el régimen penitenciario no alcanza a cubrir para su familia. El presupuesto diario que les dan es de 6,60 bolivianos. Con eso desayunan, comen y toman un té por las tardes.
No hay cena, ni para ellas ni para sus pequeños. En las cárceles de mujeres la vida laboral no se permite un descanso. En cualquier rincón y espacio hay costureras, tejedoras, vendedoras de todo tipo de alimentos y artesanías, cocineras, lavanderas y hasta taxistas (las que conducen a los foráneos hasta la interna visitada por el módico precio de un peso).
Andrea cuenta que el trabajo mejor valorado y remunerado es la lavandería, donde se puede ganar una media de 5.000 bolivianos. Conseguir un puesto puede llegar a ser una lucha diaria entre las veteranas y las nuevas.
Lidia oculta su mirada detrás de unos grandes y opacos lentes de sol. Acusada de robo, pasó tres años en prisión sin llegar a ver nunca una sentencia condenatoria. Desde que ingresó a Obrajes hizo lo único que su abuela le enseñó en vida: tejer frazadas. Sus manos todavía reflejan las cicatrices del desgaste de las agujas. Las internas con más recursos le encargaban las mantas pero a veces no le alcanzaba ni para la cena. Ella lo tenía claro: lo primero eran sus hijos.
Familias rotas
El ingreso de las madres en prisión destroza a las familias, las descompone y las desintegra como cuando el pilar que sostiene un gran edificio se desmorona y todo queda reducido a escombros.
«La mayoría de las mujeres -por el rol reproductivo que la sociedad machista y patriarcal les adjudica- sufre el abandono de sus parejas y la estigmatización de la sociedad, que las castiga doblemente por el hecho de ser mujeres y madres”, apunta Griselda Sillerico, delegada adjunta de programas y actuaciones especiales de la Defensoría del Pueblo.
Sonia ha pasado dos veces por prisión con menos de 30 años. La primera de ellas por robar una caja de bolígrafos y la segunda por robo agravado. Las rejas de San Pedro se cerraron para su marido el mismo día que lo hicieron para ella las de Miraflores. Su hijo de ocho años fue enviado a un hogar de acogida y su pequeña de cuatro vivió un tiempo con su suegra, hasta que fue abusada sexualmente por su tío y enviada a otro hogar.
Sonia relata su situación fuera de los muros de la cárcel con serenidad y con el sueño en el horizonte de rehacer su vida lejos de su exmarido y junto a sus hijos. «Él fue el que me metió a delinquir, yo era una niña y no sabía lo que hacía. Ahora sólo pienso en mis hijos y en marcharnos lejos y empezar de cero”, comenta con una tímida sonrisa.
Niños fuera o dentro
En el patio de Obrajes -que más que una prisión parece un pequeño pueblo, una realidad paralela donde las agujas del reloj tienden a moverse más despacio- una pareja de niñas de apenas cinco años juegan en las escaleras de la iglesia con dos muñecas desnudas, de cabellos ásperos y despeinados.
-Yo soy una 1008, se apresura a decir una de ellas.
-Entonces yo seré una condenada a 30 años, le contesta la otra agitando su muñeca.
– Vayamos a mi celda, invita la primera.
-¡Vamos!, replica la segunda.
La imaginación de los niños puede ser tan poderosa como peligrosa, todo depende de los estímulos que tengan a su alrededor. La legislación actual admite que las madres y padres privados de libertad vivan con sus niños y niñas menores de seis años en el interior de los penales.
Sin embargo, la realidad arroja imágenes de niños que se convierten en adolescentes y jóvenes que se hacen adultos dentro de los penales ante la imposibilidad de que alguien, aparte de su madre, se haga cargo de ellos.
Desde la promulgación de la Ley Niña, Niño y Adolescente en 2014 los mayores de seis años fueron saliendo poco a poco de los recintos carcelarios del país, aunque Cáritas estima que muchos estarían retornando a las cárceles por el maltrato recibido en los hogares de acogida y la desprotección de la vida en la calle.
«Está claro que el mejor lugar para que crezca un niño nunca será una cárcel, pero sí será donde esté su madre”, cuenta la abogada de género Marisol Quiroga.
De hecho -explica- que más que discutir sobre si los niños deben estar dentro o fuera de las prisiones, lo que debería examinarse es la prioridad social del niño a la hora de tener en cuenta la situación jurídica de su madre, «tal y como establece la Convención de los Derechos del Niño de las Naciones Unidas”, apunta.
La realidad penitenciaria en Bolivia no está pensada para la mujer ni para sus hijos. Sólo tres de los nueve departamentos cuentan con guarderías dentro del recinto. En el resto, los menores deben compartir cama, baño y espacios de esparcimiento en el poco lugar que deja el hacinamiento, que supera el 300 por ciento de la capacidad de los recintos en el país, según datos de Cáritas.
Maternidad en soledad
Eustaquia eleva los talones de sus pies para alcanzar las especias de la cocina de la cárcel de Obrajes. Desde hace más de dos años trata de engañar al tiempo removiendo verduras e hirviendo pequeñas presas de pollo para los niños del penal, la dieta más accesible para el presupuesto de las mamás.
Su pequeña estatura y su sonrisa pícara dan cuenta de la leve discapacidad que padece. Tiene 35 años, dos largas trenzas negras que le resbalan incluso por encima de su pollera y una manilla de cuerda que le regaló otra interna antes de irse y que atesora como su bien más preciado.
Eustaquia ingresó a Obrajes el día de Navidad de 2012 acusada de asesinato. Desde entonces, no ve a sus hijos ni a su marido. Nadie fue nunca a visitarla ni le llevó a sus niños para que pudiera sentirlos. En su comunidad, a tres horas de La Paz, probablemente ya no la acepten igual que antes, pero ella -que ya acaricia su libertad porque no pudieron demostrar que cometió tal delito- sólo se imagina cuidando su chacra como lo hacía antes con sus hijos, revoloteándole las faldas.
La historia de Eustaquia es la de muchas mujeres privadas de libertad, abandonadas por sus parejas y familias y cuya reinserción en la sociedad se convierte en un castigo eterno por no haber cumplido con su «deber”, por no haber sido «buenas madres”.
En un rincón de la celda que comparten 10 internas del penal de Obrajes, Marcelina se afana desde hace semanas en tejer sin descanso los vestidos que lucirán sus cinco hijos en el espectáculo de su colegio para el día de la madre.
Desde hace seis años, cada 27 de mayo, no disfruta de su ritual predilecto del año: ir temprano al colegio de sus pequeños, escoger un buen asiento con visibilidad y aplaudir efusivamente desde las gradas cuando alguno de sus hijitos le sacaba una lágrima y le hacía sentir orgullosa.
Nota difundida en mayo pasado en la Agencia de Noticias Fides y Página Siete